En tiempos donde la arquitectura parece debatirse entre la banalidad del espectáculo y la rigidez de la técnica, hablar de lo sublime puede parecer anacrónico. Pero justamente por eso es necesario. Porque lo sublime no es un exceso, no es una exageración formal, ni una apelación al asombro superficial. Se da cuando la obra arquitectónica consigue elevarse por encima de lo contingente, de lo efímero, y se afirma en su condición de objeto necesario, riguroso y esencial.
lo sublime no está en la extravagancia, sino en la coherencia interna de una obra que ha sido pensada con lucidez, con precisión y profundidad. Es sublime aquello que, sin buscarlo explícitamente, produce en quien lo contempla una conmoción silenciosa, un estremecimiento que nace no del impacto, sino de la sensación de estar ante algo que contiene más de lo que se muestra.
Lo sublime en arquitectura no apela a la emotividad inmediata, sino que requiere delespectador una cierta disposición: la voluntad de comprender, de percibir el valor de una proporción acertada, de una composición justa, de un material bien trabajado.
En esta visión, lo sublime no está reñido con la belleza, pero sí va más allá de lo meramente estético. Mientras lo bello puede complacer, lo sublime interpela. Mientras lo estético puede quedar en la superficie, lo sublime nos atraviesa. Es una experiencia intelectual, sí, pero también moral. Porque implica una forma de compromiso con el hacer bien hecho, con la verdad del proyecto, con la idea de que la arquitectura tiene una responsabilidad con el
mundo, con el tiempo y con el espíritu.
Nunca se trató de hacer una arquitectura fría, ni despojada de emoción. Sino de una arquitectura exigente, lúcida y sostenida de lo esencial, donde la emoción no se impone, sino que emerge, cuando el rigor toca lo atemporal. Esa emoción que no se agota en la sorpresa, sino que crece con el tiempo. La que no se grita, pero se queda. La que, sin adornos, conmueve.
Tal vez eso sea lo sublime…
Ese momento extraño en que una obra nos mira de vuelta
Y, sin decir nada, nos obliga a pensar.
Hay edificios que se recorren con la mirada y se olvidan, y hay otros que detienen el paso.
Todos los que pasan se detienen a observar, a tomarle una foto, como si sintieran, aunque no lo sepan explicar, que algo distinto ocurre ahí. Te abstraes tanto como su fachada, es casi hipnótico. Lo estás viendo y no procesas lo que estás viendo. Lo procesas, pero no lo entiendes. No lo entiendes, pero te fascina. Y en ese vaivén, sin darte cuenta, algo en ti se transforma.
Hay una diferencia entre lo bello, lo estético y lo sublime. Y entre los tres, el único que
trasciende es lo sublime.
Porque no se limita a agradar o a impresionar, sino que nos cambia, nos conmueve y nos hace cuestionar-Dependiendo del contexto y la sensibilidad de cada individuo- incluso nuestra existencia. Es lo que hace que ciertos espacios, obras o ideas se queden con nosotros incluso después de haberlas experimentado.
Va más allá de lo bello y lo estético porque no solo se percibe, sino que impacta y transforma.
Es una experiencia que provoca asombro, sobrecogimiento, incluso una sensación de inmensidad o insignificancia ante algo grandioso.
Ese debería ser uno de los fines más altos de la arquitectura, provocar una experiencia que no solo se perciba, sino que se piense; que no solo se habite, sino que nos cuestione. Que genere sentido. Que hable no desde la contingencia inmediata, sino desde una postura ética y poética frente al lugar, al tiempo y a la vida.
La arquitectura no es algo que esté separado de la realidad, de la vida, así que debe tomarse con la seriedad y el rigor que lo amerita. No es solo una composición de elementos que responden a un orden, una idea o un concepto. Y así como todos los saberes del espíritu humano, lleva una enorme evolución histórica por detrás, que no debería ser ignorada, como lo es en el presente que habitamos.
Tuvo que pasar tiempo y conocimiento adquirido para entender realmente lo que estamos diciendo. Las primeras veces que lo escuchamos, creímos que lo comprendíamos, pero es ahora cuando nos damos cuenta de cuán importante es elegir las palabras justas. Y que, así como en la arquitectura, también el pensar requiere rigor y atención al detalle, a la palabra, al significado.
Pero está bien. Todo lo valioso aprende a tener la paciencia necesaria para esperar a que las mentes adecuadas e inquietas lo encuentren, y tal vez incluso, muy en el fondo, ni siquiera sea una cuestión de paciencia, sino de preferencia, de elección.
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